Me veía obligado a comprobar también que hasta aquí había tenido sobre estos temas ideas que no eran acertadas. Durante mucho tiempo (no sé por qué) creí que para ir a la guillotina era necesario subir a un cadalso, trepar por escalones. Creo que fue por la Revolución de 1789, quiero decir, por todo lo que me habían enseñado o hecho ver sobre estos temas. Pero una mañana recordé que había visto una fotografía publicada por los periódicos con motivo de una ejecución de resonancia. En realidad, la máquina estaba colocada en el suelo mismo, en la forma más simple del mundo. Era mucho más angosta de lo que yo creía. Era bastante curioso que no lo hubiese advertido antes. La máquina me había llamado la atención en el clisé por su aspecto de obra de precisión, concluida y reluciente. Uno se forma siempre ideas exageradas de lo que no conoce. Ahora debía comprobar, por el contrario, que todo era muy sencillo; la máquina está al mismo nivel del hombre que camina hacia ella. El hombre se reúne con ella tal como camina al encuentro de una persona. En cierto sentido, también esto era fastidioso. La subida al cadalso, con el ascenso en pleno cielo, permitía a la imaginación aferrarse. Mientras que aquí la mecánica aplastaba todo: mataban a uno discretamente, con un poco de vergüenza y mucho de precisión.
El extranjero. Albert Camus.
La última ejecución pública en Francia, el 17 de junio de 1939.
El reo era Eugène Weidmann, alemán de nacimiento, delincuente habitual. Llevó a cabo diversos asesinatos y secuestros.
La guillotina fue instalada en el exterior de la prisión de
Saint-Pierre, en Versalles. Las crónicas dicen que el comportamiento
histérico de los espectadores fue tan escandaloso que el presidente
Albert Lebrun prohibió que las ejecuciones futuras tuvieran lugar en
público.
El guillotinamiento de Weidmann fue filmado de modo subrepticio desde un apartamento próximo.
El actor británico Christopher Lee, que tenía entonces 17 años, fue testigo del ajusticiamiento.
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