“Difícil y trabajada era la vida
que llevaban los moriscos en Granada desde la conquista de esta ciudad por los
cristianos. Más de una vez se les fueron mermando las concesiones y privilegios
pactados en las capitulaciones, y más de una vez también las señales del descontento
se dejaron sentir en las calles y las plazas.
En la época del Emperador Carlos
V, fueron harto frecuentes estas algaradas. Una de ellas, la de Abril de 1526,
tuvo, como casi todas, por origen el espíritu de resistencia de los moriscos a
las órdenes de la autoridad. Se mandaba a todos los vecinos de Granada
engalanar sus casas por la venida del rey emperador y de su esposa, y se prohibía
a los conversos salir del Albaicín si no usaban trajes a la usanza española.
Tal medida excitó las iras de
cuantos escucharon el pregón. Los cristianos, defendiendo lo mandado por las
autoridades, y los moros contradiciéndolo, vinieron a las manos, y allá en lo último
de la Carrera de Darro, gran número de muertos dieron testimonio de lo
encarnizado de la riña, terminada solo por la intervención del Marqués de
Mondejar.
Al día siguiente entró el
emperador en Granada. Encantado de tantas maravillas, no cesaba de vagar por
los alrededores de la Alhambra, y contemplando las delicias del alcázar y la
perspectiva de la vega, soñaba con los encantos del pasado y deseaba unir su
nombre al de los reyes moros de Granada que trazaron tales maravillas.
Su altanero orgullo destruyó el
palacio de invierno de los árabes y allí mismo pensó edificar uno que llevase
su nombre e inmortalizase su grandeza.
Pero ¿cómo?. Le faltaban fondos
para acometer tamaña empresa, y no quería que a su pueblo se le gravase con
nuevos impuestos para poder él satisfacer su capricho. Esta y no otra era la
causa de su disgusto, cuando al hablar con la emperatriz en el salon de
Comarex, le refería continuamente su deseo, y cual si no tuviese otro
pensamiento, siempre hacía recaer la conversación en este punto.
Un día se hallaba hablando sobre
el particular, cuando, sobresaltado e iracundo, se le presentó el Marqués de
Mondejar, pidiendo una orden severa contra la morisma, cada vez más insolente
con los cristianos. No vaciló el emperador; la dictó de las más impresionantes
que acostumbraba, prohibiendo el uso de trajes, baños, etc., seguro de que de
este modo podría hacerles entrar por el camino de la obediencia y el vasallaje.
En efecto: fatal fue para los
moriscos el conocimiento de esta orden. Se reunieron secretamente en casa del
jefe Abul Aswad, y concertaron recoger entre todos cuantiosas sumas para
ofrecerlas al emperador, a cambio de levantar la prohibición de usar el traje árabe.
Ochenta mil ducados se reunieron y con ellos el anciano jefe se presentó ante
el César, y con entera dignidad le ofreció la cantidad recolectada, producto de
cuando les restaba, para lograr de su poder que les permitiese siquiera seguir
usando los trajes que acostumbraban.
El emperador, violento en un
principio, vio en aquel ofrecimiento una mina para la posible construcción del
palacio que había concebido, y aceptando gustoso tan rico presente, anuló la
primera cláusula de su anterior bando.
Con dicha cantidad se comenzó a
edificar el Palacio del Emperador. Entretanto la desgraciada Haraxa, hija del
jefe de tribu Abul Aswad, enloquecía al perder a su adorado Abd-el-Melek, que
desprovisto de fortuna al dar, para salvar a su pueblo, todo cuanto poseía, se dio
la muerte, precediendo bien poco tiempo a su prometida y a su padre, que no
pudieron ver impasibles la grandeza deslumbradora de la corte de Carlos V y la
indigente pobreza a la que el destino les condenaba.”
Libro de las Tradiciones de
Granada. Francisco de Paula Villareal.
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