Y de pronto la luz, la evidencia de que había sido descubierto, después el golpe gomoso, flexible, tan cerca de mí que descubrí inmediatamente que era yo el objetivo de su descarga. Corrí, desaforadamente, chocando con los objetos que me encontraba en mi camino, ahora a la derecha, ahora a la izquierda, ahora retrocediendo, ahora avanzando lo más rápido que me permitían mis patas, ¿patas?, digo piernas, ¿piernas?. Varios golpes más, alguno tan cercano que, tan solo el aire que desplazaba amenazaba con volcar mi cuerpo. Me escondí tras la pata de la mesa. Mi instinto me decía que no era un lugar seguro, que pronto sería descubierto, pero no conseguía encontrar otra solución. Desde ahí podía ver un pie del gigante, descalzo, mostrando unos dedos gordezuelos y unas uñas espesas. Otros gigantes gritaban a mis espaldas y me señalaban con gestos de repugnancia. De pronto, una ligera y desagradable lluvia, que no desconocía – su olor era fácilmente reconocible- pero de la que ignoraba el porqué de su aparición, me empapó hasta el punto de llegar a impedir, poco a poco, mis movimientos más básicos. Comencé a tambalearme, me costaba trabajo respirar y tuve que renunciar a mi escondite. De todas formas ya no me servía. Corrí de nuevo, esta vez hacia un mueble vitrina que permitía, no sin dificultad, esconderse entre él y la pared. Pasé allí unos minutos, conseguí recuperarme del esfuerzo realizado y, por un momento, olvidarme de mi situación hasta que de pronto el gigante, con una sola mano, desplazó la vitrina y fui rociado nuevamente por aquella lluvia apestosa que me calaba. Corrí hacia la izquierda hasta darme cuenta que me había equivocado, no había salida por allí, sólo un rincón vacío, sin nada donde esconderse. Estaba perdido. Acorralado, como Stallone en aquella película en la que no sentía las piernas, comprendí que mi mejor defensa era pasar al ataque. Apreté los dientes ¿dientes?, respiré profundamente varias veces, sentí penetrar un aire cálido y pastoso en mis pulmones, ¿pulmones?, tosí hasta el agotamiento, sentí unas náuseas incontenibles y tras varias arcadas, avance, acelerando el paso progresivamente, hacía el lugar de donde provenían los golpes, esperando trasladar mi terror hacía quién los propinaba, con la esperanza de encontrar una oportunidad para escapar de aquel persistente maltratador. Dicen que en algunas ocasiones funciona. Pero no esta vez. Todo fue en vano. No sólo no traslade el terror al golpeador sino que lo obligué a actuar con más fiereza aún. El primer golpe pude esquivarlo, pero se me cerraban los ojos, ¿ojos? – pudo ser la lluvia, o que llevara varias horas sin comer o que me quedara despierto hasta tarde con vaya usted a saber que motivo- y, agotado, fui perdiendo velocidad y cintura conforme avanzaba. El segundo golpe me rozó o eso creo, pero el tercero fue definitivo. El sonido fue inconfundible, el “clac” elástico se unió a un “prrfffuuu” triturador, haciendo innecesario contemplar la escena para saber que había ocurrido.No pasó mi vida en blanco y negro por delante de mis ojos -¿ojos?- en los últimos segundos. No vi mi cuerpo desplazarse boca arriba a tan escasos centímetros del suelo que no producía sombra. No me vi paseando por campos de trigo, acariciando con las yemas de los dedos las poderosas espigas. No vi gente llorosa y arremolinada depositar ramos de flores ante un túmulo con césped. ¿No te olvidamos?. No vi luz al final de un túnel, ni a nadie llamándome para que cruzara rápido. Nadie observó mi ejecución desde la lejanía, ni corrió las cortinas al terminar ésta. No tuve tiempo de sentir un estado de paz y felicidad. Sólo tuve tiempo de “prrfffuuu” y todo acabó.Me desperté sobresaltado, sudoroso, agitado, no removido. Acostarte para esto, me dije. Sueños. Ahora, despierto, volvía a ser yo, José Luis Samsa, el nieto de Gregorio. ¡¡Hostias!!, pues no que…
Cascaillo. J.L. Samsa.
Me voy de vacaciones...
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